Casi
nunca estábamos desnudos ni acostados, siempre apoyados sobre un auto, en un
callejón oscuro o a la sombra de un árbol, él agachado entre mi falda, hacía
que se perdieran consecutivamente los botones, como el que arroja monedas a los
pobres.
La ropa medio caída o escalando hacia mi cintura, era más que suficiente para abrir el paso a la carrera. Nunca me vió desnuda. Nos movíamos entre sombras a escondidas y mi figura contorneante, limpia y clara, únicamente se forjó en su cabeza.
En arrebatos de locura enlazaba su mano en busca de mi sexo palpitante y me gustaba apostar, me jugaba un orgasmo al detenerlo cortando su trayectoria para lamerlo.
Los latidos en su cabeza cegaban la voluntad de mis dedos y sólo pensaba en unir nuestros res-ba-lo-sos sexos.
Cuando abría su boca para que expulsara sus extasiadas maldiciones, me las ahogaba con su lengua, faltándome la respiración y encontrándola sólo a través de su garganta.
Él volvía a sonreír sabiéndose triunfador, único dueño y tirano de esas humedades. Luego recogía los restos que de mí quedaban y los atesoraba, chupando mis dedos con succiones de niño pequeño, y oliéndolos después con intensidad.
Se relamía de gusto y me besaba con calidez, y yo iba volviendo en mí a través del alimento que tomaba de su boca, mezcla de su sabor y el mío.
La ropa medio caída o escalando hacia mi cintura, era más que suficiente para abrir el paso a la carrera. Nunca me vió desnuda. Nos movíamos entre sombras a escondidas y mi figura contorneante, limpia y clara, únicamente se forjó en su cabeza.
En arrebatos de locura enlazaba su mano en busca de mi sexo palpitante y me gustaba apostar, me jugaba un orgasmo al detenerlo cortando su trayectoria para lamerlo.
Los latidos en su cabeza cegaban la voluntad de mis dedos y sólo pensaba en unir nuestros res-ba-lo-sos sexos.
Cuando abría su boca para que expulsara sus extasiadas maldiciones, me las ahogaba con su lengua, faltándome la respiración y encontrándola sólo a través de su garganta.
Él volvía a sonreír sabiéndose triunfador, único dueño y tirano de esas humedades. Luego recogía los restos que de mí quedaban y los atesoraba, chupando mis dedos con succiones de niño pequeño, y oliéndolos después con intensidad.
Se relamía de gusto y me besaba con calidez, y yo iba volviendo en mí a través del alimento que tomaba de su boca, mezcla de su sabor y el mío.
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