Hay noches que son bichos que te muerden.
Noches que te despeinan con su indomable aliento. Noches que no son noches, ya
que se asemejan la misma eternidad.
Hay noches en las que te sentís invencible y cruzás en rojo una
y otra vez, sin mirar a los costados. Son esas noches que te tumban y te
levantan, que te matan y te condenan, pero no del todo.
Hay noches en las que crees que has vivido todo,
pero en realidad estás estrenando un “Déja Vu” inacabable, que te lleva al galope de un
caballo.
Son noches que cuando se duermen y observas a
tu alrededor, sentís te quedan grandes. Noches que pasarán a la posteridad como
una innumerable cantidad luces policromáticas, con sabor a champagne y sensación
vertiginosa.
(Humedad desbordada y lasciva).
Son esas noches que huelen a pólvora. Noches en
las cuales te mordes las uñas hasta despellejarte la carne sólo por beber de
todo, un poco más. Son esas noches que te descomponen. Noches en que te
delatarías en una rueda de reconocimiento y aún así, continuarías matando y dejándote
matar.
Hay noches que se vuelven un sueño, noches que te
llevan de viaje, pero con un retorno asegurado. Son esas noches cuyas facturas quizás lleguen
con intereses reservados, pero son noches con garras, dientes y vapores con el
santo veneno que te hace olvidar. Son esas noches en las que te rendís al
mordisco y cruzás la línea. Sólo por probar un poco más.
Una y otra vez.
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