Lo cabalgo.
Lo arreo mientras dejo flotar mis tetas al ritmo que marcan mis embestidas
sobre su cuerpo duro. Con vapores le tejo senderos en el pecho. Lo cabalgo.
Rezo para que mis caderas se anclen y profundicen el sopor de su lanza. Sobre enfurecidas nervaduras, lo cabalgo.
Lo cabalgo y
me muevo de tal forma que la raíz de su sexo queda oculta en la oscuridad de mi
vagina. Me muevo. Me muero, vuelvo y jadeo… y muero. Levanto mis caderas, con
la yema de la lengua descubro su verga, subo hasta la punta y luego me dejo
caer, me dejo rodar de nuevo hasta la raíz.
Siento el
flagelo que va abriendo paso en mi carne hervida. Subo y bajo a discreción.
Subo y bajo. Bajo y subo. Lo hago al ritmo que quiero. Lo hago al ritmo que
muero. Duro. Suave.
Le arranco la
piel y elaboro mi propia sinfonía desde su carne que grita espasmos. Lo cabalgo
y mis caderas van marcando el cincelado de su falo en mi cavernosa humedad. No
tengo razones para detener el ir y venir, el bajar y subir. La sabia resbalosa en
mis labios lo agigantan. Sus manos
acomodadas en mi cintura ayudan a profundizar la herida que se abre más y más. Lo
cabalgo hasta que se despiertan las furias. Yo muero.
Y mientras él
con un dedo levanta mis labios, me invita a mirar bien cómo mis fluidos
resbalan por la venas aún inflamadas. Lo entierro de nuevo. Lo trago otra vez y
no dejo espacio sin lacerar.
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